dimecres, 27 de setembre del 2006

Aroma de eucalipto

         Caminaba por la calle con la mirada perdida; sin rumbo, vagaba por las calles de la ciudad. El día se había oscurecido, tenía frío. No pensó en abrigarse, salió precipitadamente de su casa, agobiada por la rutina. No pensaba, no veía, no oía; se sentía sola entre la masa de gente que regresaba a sus casas.
          Eran las siete de la tarde de un jueves de octubre; el otoño apenas comenzaba a notarse; había sido un verano caluroso, muy caluroso, y parecía no querer rendirse ante la siguiente estación. Por eso salió así, en mangas de camisa, con unos viejos vaqueros y las llaves en la mano, como aquel que sale para hacer un recado y regresa a los cinco minutos. ¿Regresaría ella?
          Sin darse cuenta perdió la goma que le sujetaba el pelo y eso, inconscientemente,  le reconfortó la espalda y los hombros. Cayó su melena, oscura y ondulada, hasta casi llegarle a la cintura, el largo flequillo partió en trazos la armonía de su rostro, oscureciendo aún más la pesadumbre de sus ojos.
          Andaba deprisa, guiada por el instinto de huir sin saber a donde. Pronto se sonrojaron sus mejillas y por la espalda comenzó a notarse un sudor frío. Corría, más que andar, sus pies apenas tocaban un momento el suelo, parecía como si de un momento a otro pudiera elevarse y levitar.
          Paró, casi sin cerciorarse de ello, por la descompensada proporción de oxígeno que necesitaba su enérgico paso. Le costó tomar conciencia de su situación. Se encontraba en medio de un pequeño parque bordeado por grandes eucaliptos, cuyo aroma se filtró por sus fosas nasales haciéndola reaccionar; poco a poco expandió sus pulmones y volvió a respirar acompasadamente.
          Se encendieron las farolas del parquecillo y vio aparecer su sombra sobre algunas angulosas hojas. Una sombra que, según pensó, reflejaba su existencia: larga, oscura y sin matices.
          Se levantó un viento suave que se coló entre los botones de su camisa, se le erizó la piel y recogió los brazos sobre su pecho, el tintineo de las llaves en su mano la hizo volver a la realidad. Se miró el reloj, casi las ocho. ¿Habría llegado su marido a casa? Seguramente todavía no, aún le daba tiempo de volver y preparar la cena.

           La vi entrar y pensé ¡Que mujer más guapa! No era del barrio, se le notaba; además, aquí todo el mundo se conoce. A pesar de su vestimenta, bastante informal, llevaba camisa azul, vaqueros gastados y mocasines con cordones; su forma de moverse al entrar en el bar y sentarse, en una mesa apartada, denotaba cierta clase; cosa que aquí no se daba con frecuencia.
        Me pareció que tenía una cara agradable, muy hermosa y bien proporcionada, ojos grandes, de color claro, alrededor de los cuales se le comenzaban a perfilar algunas pequeñas arrugas, nariz grande, boca grande, pero todo ello armonizado por unas facciones muy suaves, aniñadas se podría decir. No parecía muy mayor, debía rondar los treinta y pico. Era más bien alta, delgada, pero con curvas, muy femenina. Las manos, cuidadas y con unos dedos larguísimos, sujetaban con rabiosa fuerza la taza de té con limón que había pedido. De repente un pensamiento ocupó mi cabeza: «cuando sea mayor quiero ser así, como ella».
        Levantó la vista de la bebida y se dio cuenta de que la miraba, disimulé como pude volviendo a releer mis apuntes de literatura. La espié con el rabillo del ojo, ahora era ella quien se fijaba en mí, me estudiaba como yo había hecho con ella.

         Aquella muchacha no tendría más de 16 años, había notado que la observaba con mirada interrogante, como preguntándose qué hacía una mujer como ella en aquel bar de trabajadores. La verdad, no sabía como había ido a parar allí, no conocía muy bien aquella parte de la ciudad, casi nunca salía de su barrio y si lo hacía, era para ir al centro comercial. No recordaba muy bien el camino que había recorrido, pero se sintió fatigada y notó que un escalofrío le recorría el cuerpo. Su primer pensamiento fue regresar, pero le faltaron las fuerzas para hacerlo, su cansancio, más que físico, era anímico. Vio un pequeño letrero luminoso al otro lado del parque: «Bar Ignacio», y decidió entrar. Se sentó en una mesa solitaria, situada en una esquina cerca de la puerta; así evitaba el roce con las personas, casi todas hombres, que se amontonaban alrededor de la barra y dificultaban el paso hacia las mesas más interiores, muchas de las cuales permanecían vacías, a pesar del elevado número de gente que abarrotaba el establecimiento.
         Su marido no la encontraría en casa al regresar del trabajo, ¿qué explicación le daría? ¡Que rabia estar sujeta así a la vida! Llenarla de costumbres y obligaciones, siempre dependiendo del maldito dinero... Por cierto, ahora se percataba de que no había cogido el monedero al salir de casa.

        Se levantó de la silla y comenzó a buscar en los bolsillos de sus pantalones, yo la seguía mirando disimuladamente, ahora entre los cuerpos de cinco obreros que acababan de entrar a tomar la «cerveza del fin de jornada», bautizada así por Nacho, el dueño del bar, que servía las cañas acompañadas de unas generosas tapas y así conseguía tener siempre el local repleto hasta casi la hora de cerrar. Se volvió a sentar, parecía avergonzada, su cara se había puesto roja y sus talones repiqueteaban el suelo con nerviosismo; una vez más volvió a rebuscar en los bolsillos, metía las manos, las sacaba, los palpaba desde fuera, nada. Levantó la cabeza y miró alrededor, primero dirigió la vista hacia mí, que en ese momento me hacía la distraída haciendo como que escribía en mi libreta. Supongo que nadie más prestaba mucha atención a su presencia, más bien pasaba desapercibida; Nacho llenaba cañas en la otra punta de la barra y conversaba con los trabajadores, que hablaban alegremente y a voz en grito; las señoras, un pequeño grupo de tres costureras que se reunían siempre en la mesa del fondo, cotilleaban y reían escandalosamente y los más jóvenes jugaban al futbolín acabando de completar el alboroto, poniendo de fondo el característico sonido de ese juego. Se levantó despacio, en silencio, sin apenas mover la silla, volvió a comprobar que nadie la miraba y salió por la puerta; al instante dejé mis cosas sobre la mesa, grité un «¡ahora vuelvo Nacho!» y la seguí.

         Elisa aceleraba el paso a medida que se alejaba del lugar, deseaba llegar lo antes posible a la otra punta del parquecillo y perderse entre las calles. Se le había acelerado el corazón y un sentimiento de culpa, acompañado de una descomunal vergüenza, le impedía girarse y mirar; temía por si alguien la hubiese visto salir sin pagar y ahora la seguía. No se explicaba como le podía haber pasado eso a ella, siempre tan responsable y perfeccionista, atada a la vida por el compromiso de no fallar nunca en nada, se había visto derrotada por el insignificante hecho de no llevar unos céntimos encima para pagarse una simple infusión, y eso la hacía enfurecerse contra ella misma; acostumbrada a resolver a diario la economía de la pequeña empresa donde trabajaba, se indignaba por no haber sabido reaccionar de una manera más correcta, se había dejado llevar por la cobardía y no había sabido hacer frente a la situación, tan fácil que hubiera sido hablar con el chico de la barra y darle cualquier excusa, tan sólo era un té, no creía que le hubiese puesto pegas si le decía que ya se lo pagaría mañana, sabiendo incluso que lo más seguro era que no la volviese a ver más, además, su aspecto no era el de alguien necesitado de limosna...
        Elisa acumulaba los pensamientos de manera desorbitada. Con la cabeza gacha y los brazos cruzados, atravesaba el parque con la misma velocidad que había entrado en él. Al llegar justo a la mitad, el grito de Vanesa la hizo parar:
―¡Señora, señora!
        Tuvo el impulso de echar a correr, pero se volvió maquinalmente; dejó caer sus brazos al lado del cuerpo. A pocos metros se le acercaba la joven que la había estado observando desde otra mesa. Se lo tendría que haber imaginado, esa chica no le había quitado el ojo de encima en todo el rato, aun cuando parecía no hacerlo, seguro que tenía relación con el amo del bar y le había pedido que la siguiese, ya que él no podía abandonar la barra. Si no, ¿qué sentido tenía que hubiese salido detrás de ella?
Elisa se sentía indefensa, sin argumentos; no sabía qué le iba a decir aquella muchacha y no encontraba una explicación lógica para su comportamiento, estaba turbada, avergonzada delante de aquella adolescente que se le aproximaba.
Por fin llegó Vanesa frente a ella y Elisa pudo apreciar la expresión de su rostro, no parecía venir con actitud de reproche, más bien todo lo contrario, sonreía. Su cara era afable y su mirada reflejaba simpatía. Alargó su brazo hacia Elisa y abrió el puño que tenía cerrado:
―Se le han olvidado las llaves sobre la mesa.
        Se quedó sin aliento y, con una torpeza que nunca se imaginó que tenía, cogió las llaves de la mano de Vanesa.
―Gracias ―es todo lo que pudo decir. Dio la espalda a la joven y comenzó a caminar.
       ―No se preocupe por el té, yo la invito.
        Se detuvo y volteó la cabeza hasta encontrar los ojos de Vanesa que relucían en la oscuridad; se relajaron sus facciones y una tímida sonrisa de gratitud surgió en su cara.
―Gracias otra vez.
―No hay de qué.
        Se marchó en dirección a su casa; Vanesa la siguió con la mirada, hasta allí donde la hilera de eucaliptos que delimitaba el parque le impidió seguir viendo la figura de Elisa.

Guardonat amb el 2n Premi en llengua castellana
al Memorial Fernando Rodríguez i Contreras.
Fallat a Mataró el novembre de 2006

dimarts, 26 de setembre del 2006

El comiat

          L’Antoni Vidal mirava per la finestra. La veritat era que el paisatge no enamorava gens: un gran aparcament carregat de cotxes, l’autopista amb una lenta caravana a l’entrada de la ciutat i, al fons, unes muntanyes ermes; evitava mirar cap a la banda dreta, on muntaven guàrdia una filera de xiprers, els carcellers de les ànimes esgarriades, com ell els denominava en secret. «Aviat ens veurem les cares», pensava, «però jo no seré com els altres, el meu esperit s’escaparà de les vostres branques.» A l’Antoni no li agradava aquell cementiri: «On s’és vist que els morts descansin entre els brams dels cotxes!», solia queixar-se.  
Era conscient que la seva vida s’acabava i no volia perdre els seus últims dies en aquell hospital. No entenia la necessitat de la seva filla d’esgotar el temps buscant solucions inútils. Era estrany, ell era qui ho havia acceptat amb més facilitat; els metges havien estat molt clars: «No hi ha res a fer, és irreversible». La veritat és que preferia morir així, que no pas com aquells vells als qui se’ls en va el cap i, a última hora, no són capaços ni de menjar per si mateixos. De moment era independent, i els metges li havien assegurat que romandria conscient i en plenes facultats mentals fins l’últim moment. Portava tota la vida treballant, sentia que ja era hora de descansar. Tot i això, volia acomiadar-se, treure’s aquesta sensació de comesa inacabada; però la Valèria no era capaç d’escoltar-se’l, cada cop que ho intentava ella el tallava, canviava de tema sobtadament: li parlava de plans futurs, del que farien aquelles vacances, de com es divertiria amb en Joan i la Maria a la platja. L’Antoni s’anava resignant, pensava que cada cop li quedava menys temps per dir-li a la seva filla com l’estimava i tot el que havia significat per a ell. No volia marxar sense fer-li-ho saber.
Volia que recordés aquells dies, quan ella era petita, allà a la Ràpita, en què tots dos pujaven a La Torreta i, sota la bella imatge del Sagrat Cor que custodia el poble, contemplaven la ribera del Delta de l’Ebre. Quatre estacions, quatre colors; el mateix paisatge amb diferents vestits. Els arrossars, que envoltaven la desembocadura, oferien un espectacle canviant ple de màgia als ulls d’una nena petita. L’hivern era fangós, anodí, un trencaclosques de colors marrons sense cap al·licient. Tot començava a la primavera, quan es preparava el terreny per a la plantació, l’aigua inundava els camps de conreu i les parcel·les semblaven espills encaixats que recordaven esplendorosos vitralls gòtics. Més endavant, quan esclatava l’estiu i la xafogor s’apoderava dels carrers, la riba lluïa un magnífic color verd, digne del més pretensiós camp de golf. Però la visió preferida de la Valèria es donava quan la tardor començava a treure el cap; era a principis de setembre, el pare tornava de la llotja, cap allà a quarts de set, la noieta l’esperava a la porta, impacient, amb la jaqueta a la mà. L’Antoni estava cansat, però hauria fet qualsevol cosa per no apagar l’àvida flama dels ulls de la seva filla. Un, mogut per energia paternal, i l’altra, moguda per veritable entusiasme, enfilaven el camí cap al cim del puig.  A mig camí es trobava el cementiri, envoltat de camps d’oliveres, dos xiprers feien guàrdia a l’entrada, davant, un jardinet d’arbustos de romaní; l’Antoni sempre respirava amb delit la quietud d’aquell indret, se’l feia seu amb una glopada d’aire que li esclatava als pulmons i el deixava en èxtasi. Aquí era on la Valèria li estirava el braç i el reprenia: «Va papa, que ja arribem!». Quinze minuts més tard, panteixant, pare i filla contemplaven el fascinant paisatge. Els bancals havien canviat el verd encisador per un groc intens, els darrers rajos de sol il·luminaven a frec les marjades a punt per a la collita i tot el camp semblava desfer-se en fils d’or que tocaven el cel. Agafats de la mà, la Valèria i l’Antoni admiraven l’escena fins que la foscor engolia l’última cinta daurada; llavors, amb la jaqueta ja posada, desfeien el camí de retorn cap a casa, on ara una brisa suau els portava la flaire del romaní.

Epitafi
            «Sents l’olor del romaní?» Aquestes van ser les últimes paraules del pare; estava estirat al llit, amb la mirada perduda en un lloc que jo no veia, va respirar fondo, com si en realitat pogués sentir aquella aroma, va tancar els ulls i ja no els va tornar a obrir.
            «Sents l’olor del romaní?», em deia mentre em cordava la jaqueta. «Sí, sí que la sento pare», llavors m’agafava, m’estrenyia contra el seu pit i em mirava fixament als ulls: «T’estimo molt filleta meua». «I jo a tu pare»; ell no ho sabia, però era aquell moment el que jo més esperava, l’esperava més que aquella meravellosa posta de sol sobre la ribera del Delta.
            El treball del pare ens va traslladar al Maresme, la Ràpita quedà relegada als estius, la finestra del menjador es convertí en marc del port d’Arenys. Les estones amb el pare minvaren, a ell l’absorbí la feina i a mi se m’alterà el caràcter davant la imminent adolescència. No vam tornar a parlar-nos a mig camí.
            «Sents l’olor del romaní?» El pare em retornà aquell sentiment mitjançant cinc paraules; aconseguí acomiadar-se de mi de la millor manera que podia fer-ho.

            Agafats de la mà del seu pare, en Joan i la Maria contemplen l’encís del Delta; les seves expressions em recorden la meva de fa tants anys, bocabadats, davant aquell present de la natura. El goig de la meva ànima només és comparable al que sentia el meu pare anys enrere. Baixant, ens aturem al cementiri, ell descansa a prop de l’entrada, la Maria hi deixa flors que ha recollit pel camí. En Joan, sempre tan perceptiu, no es pot estar de preguntar:
―Mare, quina és aquesta olor tan bona?
―Si li ho preguntes a l’avi, segur que t’ho dirà, oi que ja saps llegir?
El meu pare estimava aquest paratge, aquest és el lloc que ell escollia per transmetre’m el seu amor, mitjançant un ritual que començava sempre amb la mateixa frase. Mai tornaré a oblidar aquelles emocions i faré el possible perquè els meus fills sentin, sempre, el mateix que jo sentia en aquells moments. Per això l’epitafi del meu pare resa aquesta oració: «Sents l’olor del romaní?»


Sant Carles de la Ràpita, setembre de 2005

Valèria Vidal





Guardonat amb el 1r Premi en llengua catalana
al Memorial Fernando Rodríguez i Contreras.
Fallat a Mataró el novembre de 2006