Caminaba por la calle con la mirada
perdida; sin rumbo, vagaba por las calles de la ciudad. El día se había
oscurecido, tenía frío. No pensó en abrigarse, salió precipitadamente de su
casa, agobiada por la rutina. No pensaba, no veía, no oía; se sentía sola entre
la masa de gente que regresaba a sus casas.
Eran
las siete de la tarde de un jueves de octubre; el otoño apenas comenzaba a
notarse; había sido un verano caluroso, muy caluroso, y parecía no querer
rendirse ante la siguiente estación. Por eso salió así, en mangas de camisa,
con unos viejos vaqueros y las llaves en la mano, como aquel que sale para
hacer un recado y regresa a los cinco minutos. ¿Regresaría ella?
Sin
darse cuenta perdió la goma que le sujetaba el pelo y eso,
inconscientemente, le reconfortó la espalda y los hombros. Cayó su
melena, oscura y ondulada, hasta casi llegarle a la cintura, el largo flequillo
partió en trazos la armonía de su rostro, oscureciendo aún más la pesadumbre de
sus ojos.
Andaba
deprisa, guiada por el instinto de huir sin saber a donde. Pronto se sonrojaron
sus mejillas y por la espalda comenzó a notarse un sudor frío. Corría, más que
andar, sus pies apenas tocaban un momento el suelo, parecía como si de un
momento a otro pudiera elevarse y levitar.
Paró,
casi sin cerciorarse de ello, por la descompensada proporción de oxígeno que
necesitaba su enérgico paso. Le costó tomar conciencia de su situación. Se
encontraba en medio de un pequeño parque bordeado por grandes eucaliptos, cuyo
aroma se filtró por sus fosas nasales haciéndola reaccionar; poco a poco
expandió sus pulmones y volvió a respirar acompasadamente.
Se
encendieron las farolas del parquecillo y vio aparecer su sombra sobre algunas
angulosas hojas. Una sombra que, según pensó, reflejaba su existencia: larga,
oscura y sin matices.
Se
levantó un viento suave que se coló entre los botones de su camisa, se le erizó
la piel y recogió los brazos sobre su pecho, el tintineo de las llaves en su
mano la hizo volver a la realidad. Se miró el reloj, casi las ocho. ¿Habría
llegado su marido a casa? Seguramente todavía no, aún le daba tiempo de volver
y preparar la cena.
La
vi entrar y pensé ¡Que mujer más guapa! No era del barrio, se le notaba;
además, aquí todo el mundo se conoce. A pesar de su vestimenta, bastante
informal, llevaba camisa azul, vaqueros gastados y mocasines con cordones; su
forma de moverse al entrar en el bar y sentarse, en una mesa apartada, denotaba
cierta clase; cosa que aquí no se daba con frecuencia.
Me
pareció que tenía una cara agradable, muy hermosa y bien proporcionada, ojos
grandes, de color claro, alrededor de los cuales se le comenzaban a perfilar algunas
pequeñas arrugas, nariz grande, boca grande, pero todo ello armonizado por unas
facciones muy suaves, aniñadas se podría decir. No parecía muy mayor, debía
rondar los treinta y pico. Era más bien alta, delgada, pero con curvas, muy
femenina. Las manos, cuidadas y con unos dedos larguísimos, sujetaban con
rabiosa fuerza la taza de té con limón que había pedido. De repente un
pensamiento ocupó mi cabeza: «cuando sea mayor quiero ser así, como ella».
Levantó
la vista de la bebida y se dio cuenta de que la miraba, disimulé como pude
volviendo a releer mis apuntes de literatura. La espié con el rabillo del ojo,
ahora era ella quien se fijaba en mí, me estudiaba como yo había hecho con
ella.
Aquella
muchacha no tendría más de 16 años, había notado que la observaba con mirada
interrogante, como preguntándose qué hacía una mujer como ella en aquel bar de
trabajadores. La verdad, no sabía como había ido a parar allí, no conocía muy
bien aquella parte de la ciudad, casi nunca salía de su barrio y si lo hacía,
era para ir al centro comercial. No recordaba muy bien el camino que había
recorrido, pero se sintió fatigada y notó que un escalofrío le recorría el
cuerpo. Su primer pensamiento fue regresar, pero le faltaron las fuerzas para
hacerlo, su cansancio, más que físico, era anímico. Vio un pequeño letrero
luminoso al otro lado del parque: «Bar Ignacio», y decidió entrar. Se sentó en
una mesa solitaria, situada en una esquina cerca de la puerta; así evitaba el
roce con las personas, casi todas hombres, que se amontonaban alrededor de la
barra y dificultaban el paso hacia las mesas más interiores, muchas de las cuales
permanecían vacías, a pesar del elevado número de gente que abarrotaba el
establecimiento.
Su
marido no la encontraría en casa al regresar del trabajo, ¿qué explicación le
daría? ¡Que rabia estar sujeta así a la vida! Llenarla de costumbres y
obligaciones, siempre dependiendo del maldito dinero... Por cierto, ahora se
percataba de que no había cogido el monedero al salir de casa.
Se
levantó de la silla y comenzó a buscar en los bolsillos de sus pantalones, yo
la seguía mirando disimuladamente, ahora entre los cuerpos de cinco obreros que
acababan de entrar a tomar la «cerveza del fin de jornada», bautizada así por
Nacho, el dueño del bar, que servía las cañas acompañadas de unas generosas
tapas y así conseguía tener siempre el local repleto hasta casi la hora de
cerrar. Se volvió a sentar, parecía avergonzada, su cara se había puesto roja y
sus talones repiqueteaban el suelo con nerviosismo; una vez más volvió a
rebuscar en los bolsillos, metía las manos, las sacaba, los palpaba desde
fuera, nada. Levantó la cabeza y miró alrededor, primero dirigió la vista hacia
mí, que en ese momento me hacía la distraída haciendo como que escribía en mi
libreta. Supongo que nadie más prestaba mucha atención a su presencia, más bien
pasaba desapercibida; Nacho llenaba cañas en la otra punta de la barra y
conversaba con los trabajadores, que hablaban alegremente y a voz en grito; las
señoras, un pequeño grupo de tres costureras que se reunían siempre en la mesa
del fondo, cotilleaban y reían escandalosamente y los más jóvenes jugaban al
futbolín acabando de completar el alboroto, poniendo de fondo el característico
sonido de ese juego. Se levantó despacio, en silencio, sin apenas mover la
silla, volvió a comprobar que nadie la miraba y salió por la puerta; al
instante dejé mis cosas sobre la mesa, grité un «¡ahora vuelvo Nacho!» y la
seguí.
Elisa
aceleraba el paso a medida que se alejaba del lugar, deseaba llegar lo antes
posible a la otra punta del parquecillo y perderse entre las calles. Se le
había acelerado el corazón y un sentimiento de culpa, acompañado de una
descomunal vergüenza, le impedía girarse y mirar; temía por si alguien la
hubiese visto salir sin pagar y ahora la seguía. No se explicaba como le podía
haber pasado eso a ella, siempre tan responsable y perfeccionista, atada a la
vida por el compromiso de no fallar nunca en nada, se había visto derrotada por
el insignificante hecho de no llevar unos céntimos encima para pagarse una
simple infusión, y eso la hacía enfurecerse contra ella misma; acostumbrada a
resolver a diario la economía de la pequeña empresa donde trabajaba, se
indignaba por no haber sabido reaccionar de una manera más correcta, se había
dejado llevar por la cobardía y no había sabido hacer frente a la situación, tan
fácil que hubiera sido hablar con el chico de la barra y darle cualquier
excusa, tan sólo era un té, no creía que le hubiese puesto pegas si le decía
que ya se lo pagaría mañana, sabiendo incluso que lo más seguro era que no la
volviese a ver más, además, su aspecto no era el de alguien necesitado de
limosna...
Elisa
acumulaba los pensamientos de manera desorbitada. Con la cabeza gacha y los
brazos cruzados, atravesaba el parque con la misma velocidad que había entrado
en él. Al llegar justo a la mitad, el grito de Vanesa la hizo parar:
―¡Señora,
señora!
Tuvo
el impulso de echar a correr, pero se volvió maquinalmente; dejó caer sus
brazos al lado del cuerpo. A pocos metros se le acercaba la joven que la había
estado observando desde otra mesa. Se lo tendría que haber imaginado, esa chica
no le había quitado el ojo de encima en todo el rato, aun cuando parecía no
hacerlo, seguro que tenía relación con el amo del bar y le había pedido que la
siguiese, ya que él no podía abandonar la barra. Si no, ¿qué sentido tenía que
hubiese salido detrás de ella?
Elisa se
sentía indefensa, sin argumentos; no sabía qué le iba a decir aquella muchacha
y no encontraba una explicación lógica para su comportamiento, estaba turbada,
avergonzada delante de aquella adolescente que se le aproximaba.
Por fin
llegó Vanesa frente a ella y Elisa pudo apreciar la expresión de su rostro, no
parecía venir con actitud de reproche, más bien todo lo contrario, sonreía. Su
cara era afable y su mirada reflejaba simpatía. Alargó su brazo hacia Elisa y
abrió el puño que tenía cerrado:
―Se le
han olvidado las llaves sobre la mesa.
Se
quedó sin aliento y, con una torpeza que nunca se imaginó que tenía, cogió las
llaves de la mano de Vanesa.
―Gracias
―es todo lo que pudo decir. Dio la espalda a la joven y comenzó a caminar.
―No
se preocupe por el té, yo la invito.
Se
detuvo y volteó la cabeza hasta encontrar los ojos de Vanesa que relucían en la
oscuridad; se relajaron sus facciones y una tímida sonrisa de gratitud surgió
en su cara.
―Gracias
otra vez.
―No hay
de qué.
Se
marchó en dirección a su casa; Vanesa la siguió con la mirada, hasta allí donde
la hilera de eucaliptos que delimitaba el parque le impidió seguir viendo la
figura de Elisa.
Guardonat amb el 2n Premi en llengua castellana
al Memorial Fernando Rodríguez i Contreras.
Fallat a Mataró el novembre de 2006