rdamos momentos, guardamos historias que nos tocan el alma; como las historias que nos cuenta Montse Pérez desde su desván.
En varias ocasiones le dije a Montse —le
pedí a Montse— que compartiera con los lectores su talento (que lo tiene,
aunque ella no se lo reconozca), porque sería un delito privarnos de las
emociones que despierta su escritura y de la profundidad con que construye a
sus personajes.
Y lo hizo, sé que se sacudió sus miedos,
sé que miró de frente a la pantalla (o a la hoja en blanco, o a la libreta) y sé
que se dijo: «¡avanti!» Y menos mal que lo hizo, porque ha escrito una
maravilla de libro.
Muchos de los que soñamos con ser
escritores, escritoras, nos inscribimos a infinidad de cursos deseando hallar
el interruptor que mantenga encendida nuestra inspiración (y nuestra
constancia, dicho sea de paso). Montse, nos lo describe así:
Virginia
quería escribir. Soñaba con acariciar su nombre impreso en la portada de una
novela. Anhelaba que las palabras fluyesen de su mente y conformasen una gran
historia, una que conmoviese al lector, que le provocase escalofríos, o le
hiciese llorar, o reír, o que le pusiera la piel de gallina, que lo vapulease,
que lo sacudiese, que lo hiciera estremecer, lo que fuera con tal de que no
quedase indemne después de leerla. Por eso, aunque ya se sabía de carrerilla la
teoría —normas, pautas, disciplinas—, continuaba peregrinando por las academias
de escritura, buscando alguna fórmula para conseguir que sus historias
adquiriesen esa magia que provocaba que el lector sucumbiera ante ellas, pero
no lograba encontrarla.
Como buena lectora, Montse hace tiempo
que conoce esa magia, y qué bien que la ejerce. Porque al final, la mejor
escuela de escritura es la lectura en sí misma, y que la inspiración… la
inspiración la llevamos de serie, solo hay que mirar hacia dentro. Y así nos lo
cuenta Montse:
Virginia, sumergida
de lleno en las páginas de las novelas, experimentó toda clase de emociones,
buenas y malas, pero nunca salió indemne de aquellas letras. Aprendió a intuir
lo que se escondía detrás de cada frase, significados que iban más allá de lo
escrito en el papel, y encontró a la persona que había tras la palabra y la
admiró: «¿Cómo era posible lograr aquella conexión con el lector? ¿Cómo unas
palabras lograban retorcerle el alma de aquella manera? ¿Cómo conseguían
provocar esos vendavales en el ánimo?». Fruto de esta admiración, indagó sobre
las vidas de los autores que se habían alzado como sus favoritos, y descubrió
cuánto de esas vivencias se había filtrado, de forma consciente o no,
disfrazada o abiertamente, en la ficción.
Y, entonces, lo entendió.
Dicho de otra manera, para que el lector
vibre, el escritor ha de vibrar al escribir. Y… ¡guau!, cómo nos hace vibrar
Montse en cada uno de sus relatos. Porque Montse cuando escribe se desnuda
(metafóricamente, claro), desnuda a sus personajes y desnuda al lector. Y es
cuando surge la magia de la conexión, «la magia que provoca que el lector
sucumba ante sus historias».
Al principio del libro, Montse nos
informa de que el nexo de sus cuentos somos nosotros, las personas, todas. Y de
que seguramente nos encontremos a nosotros mismos en alguno o varios de los
relatos que conforman el libro. A través de la lectura, vamos conociendo a la
autora y nos vamos conociendo a nosotros.
Son cuentos que no nos dejan
indiferentes, porque Montse logra hacer algo que es muy difícil y que solo los
grandes escritores (como ella) saben hacer: y es que, utilizando un estilo
claro y sencillo, y exponiendo tan solo un retazo de la vida de sus protagonistas,
nos explica la gran historia que hay detrás todos ellos.
Y aun hace otra cosa todavía más difícil:
en no pocas ocasiones, usa la ironía y el humor de una forma tan natural que no
puedes evitar acabar el cuento con una sonrisa. Pero no una sonrisa cualquiera,
no; sino una sonrisa cómplice con el personaje. Porque, aun así, se mantiene la
magia de la conexión con el lector.
Quiero acabar con algo que escribió
Miguel Delibes, que creo que define muy bien lo que Montse hace cuando escribe;
dice así:
Captar la
esencia de la persona y apresarla entre las páginas de un libro es la misión
del escritor (…), y el libro será tanto mejor cuanto más sincera y
profundamente se haga.
La
universalidad de un escrito no la impone un enfoque ambicioso ni el hecho de
barajar en él encumbrados personajes. La universalidad (…) deriva de la
grandeza y penetración con que se observa un pedazo de mundo, por pequeño que
este sea, y a través de su interpretación y de un juego bien calculado de
reflejos y resonancias, ofrecer una visión del mundo todo, de la vida toda (…).
La universalidad
no estriba en dibujar tiempos comunes o estrafalarios, sino en ahondar en la
persona y acertar con su última diferencia. Alumbrar el pedazo de mundo que le
ha caído en suerte es la más excelsa tarea del escritor.
O como dice Montse: «Para que el lector
no salga ileso de la lectura, el escritor ha de acabar con cicatrices al
escribirla»